Estamos en carnaval,
y es el momento oficial
de ponernos un disfraz,
y también un antifaz
y un maquillaje tremendo.
Pero hay otro carnaval
en la rutina real
que con gran habilidad
lo construimos por dentro.
Llevamos otro disfraz,
un camuflaje sin par,
una máscara total
ante un público esencial,
a veces hecha de hierro.
Sentimos debilidad
si decidimos mostrar
y ante todos desvelar
lo que nos roba el aliento.
Por eso es malo juzgar
por la apariencia, sin más,
al que ríe sin parar
o presume de «normal»
o es el lobo de su cuento.
Tras ese fatuo disfraz
hay un niño en tempestad
lleno de luz y bondad
con su careta cubierto.
Esa de amabilidad,
de antipático total,
de siempre en serenidad,
de bueno o malo ideal
o de valiente en extremo.
La comparsa es infernal,
sea su traje angelical,
o el del héroe Superman,
o el de tridente y dos cuernos.
Puede llegar a agotar
el personaje imperial
que por inseguridad,
orgullo o banalidad,
hemos creado con tiento.
Cuando pase el carnaval,
¡quitémonos el disfraz!
No solo el de plexiglás…
¡El de invisible atuendo!
A veces hay que llorar,
si bailando no se van
las penas que están doliendo.

Por Macarena Pinedo López
(Psicóloga y Escritora).

Tú decides: ¿hablamos?

Abrir chat
¡Hola!

Soy Macarena Pinedo López, psicóloga y escritora.

¿En qué puedo ayudarte?