[Imagen de Freepik]

Si consultamos la web de la RAE, veremos que la primera acepción que nos ofrecen los académicos para definir la palabra “vergüenza” es la siguiente: «Turbación del ánimo ocasionada por la conciencia de alguna falta cometida, o por alguna acción deshonrosa y humillante». Sin embargo, al consultar la acepción que le sigue, nos encontramos con este otro significado: «Turbación del ánimo causada por timidez o encogimiento y que frecuentemente supone un freno para actuar o expresarse». Está claro, pues, que podemos sentir vergüenza por causas muy diferentes, pero la mayoría de las veces no nos detenemos a analizar qué se esconde tras esta emoción que no siempre tiene por qué ser negativa.

Imaginemos que, tras tener algún tipo de desacuerdo con un familiar o con un amigo, decidiéramos arañar su coche con una llave. ¿Tendría utilidad sentirnos avergonzados por nuestro comportamiento? ¿Presumiríamos de nuestra hazaña o, por el contrario, intentaríamos mantenerla en secreto, tratando de reflexionar sobre nuestra forma de demostrar ira o enfado? Muy probablemente, optaríamos por esta segunda opción, ya que la vergüenza nos impediría alardear de un gesto que estaríamos interpretando como deshonroso, y que, por lo tanto, nos haría sentirnos mal. Estamos viendo, pues, que dicho sentimiento podría resultar bastante adaptativo, ya que nos estaría indicando cuáles de nuestras acciones nos parecen poco éticas para que, de ese modo, pudiéramos actuar con mayor acierto en futuras ocasiones.

Sin embargo, muchas otras veces nos da reparo realizar cualquier actividad inocua en público, como hablar delante de un grupo de gente para exponer una tesis o una idea, demostrar nuestras habilidades a los demás (ya sean musicales, deportivas, etc.), expresar opiniones personales (a sabiendas de que vamos a encontrarnos con críticas o con opiniones contrarias), efectuar una consulta telefónica o iniciar una conversación con un desconocido (lo cual incluye un gran abanico de posibilidades, como, por ejemplo, preguntar por la hora a la que pasa el próximo autobús a alguien que se encuentre esperando en nuestra misma parada, presentarnos ante nuestros posibles futuros jefes durante una entrevista de trabajo o coquetear con el chico o con la chica que nos gusta). Si todas estas situaciones en verdad no entrañan ninguna clase de ofensa hacia nadie, ni suponen una deshonra, ¿por qué suelen darnos tanta vergüenza?

Recordemos que la RAE distingue el primer significado de este término del segundo, y que mientras uno requiere cometer una falta, el otro sencillamente nos habla de la timidez o del encogimiento que nos frenan a la hora de emprender algo que en el fondo deseamos hacer. Sentirnos avergonzados por dañar deliberadamente a alguien ya hemos dicho que puede ser muy adaptativo, ya que, sin la compañía de esa sensación tan molesta, a buen seguro que nos convertiríamos en seres hostiles y carentes de empatía, pero, ¿qué tiene de adaptativa la vergüenza si la experimentamos justo cuando necesitamos despojarnos de ella para obtener información, resolver nuestras dudas o demostrar lo que valemos para estar un poco más cerca de cumplir nuestros sueños? ¿Qué beneficio nos reporta en todos esos casos? La respuesta es clara: absolutamente ninguno.

A menudo puede resultarnos difícil diferenciar ambos tipos de vergüenza, pues los pensamientos y las sensaciones físicas que acompañan a esta emoción parten de otra aún más intensa, que es el miedo. Así pues, tenemos miedo a fallar, a no hacer algo lo suficientemente bien, a no gustar, a que se rían de nosotros, a que no nos comprendan, a que nos digan que hemos hecho el ridículo, a que nos traicionen los nervios, etc. Y, cuando le tenemos miedo a tantas cosas, la inseguridad se apodera de nosotros y no nos deja brillar como nos merecemos. No hace falta padecer ningún trastorno mental ni ninguna otra patología para que la vergüenza se cuele en nuestra vida sin permiso. ¿Quién no la ha sufrido alguna vez? La buena noticia es que podemos aprender a identificar correctamente cuándo puede resultar adaptativa y cuándo no, y, para ello, enriquecer nuestra cultura en materia de psicoeducación es determinante.

La vergüenza no adaptativa es como la alarma de un coche que se dispara cuando se posa sobre él un gato a las cuatro de la madrugada. ¿Imagináis lo desagradable que sería despertarnos a esa hora con un pitido ensordecedor, asomarnos a la ventana con gran preocupación creyendo que un ladrón está intentando robarnos el coche, y comprobar que sencillamente se trataba de un lindo minino que también se ha sobresaltado y ha salido corriendo? La alarma de un automóvil obviamente no está diseñada para tal fin…, pero, de vez en cuando, puede darnos la lata innecesariamente al dispararse cuando no debe.

Así que, seas como seas, y vivas donde vivas, si quieres aprender más cosas sobre la vergüenza, así como sobre el resto de tus emociones, yo puedo acompañarte e instruirte en ese proceso. No hay ninguna emoción que sea en sí misma mala o inútil. Todas están ahí por algo… El misterio está en conocerlas lo mejor posible para poder manejarlas serenamente, sin que nos corten las alas y sin que nos priven de las ganas de volar.

Tú decides: ¿hablamos?

Macarena Pinedo López, escritora y psicóloga colegiada (CM03154).

Abrir chat
¡Hola!

Soy Macarena Pinedo López, psicóloga y escritora.

¿En qué puedo ayudarte?